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jueves, noviembre 21, 2024

“Asústalo, al rival asústalo”

Una de mis últimas jugadas como aspirante a futbolista profesional, o sea amateur, ocurrió cuando desde mi posición de delantero en el Portonovo B Juvenil seguí la marca de uno que empezó a correr la banda y, no sé cómo, se le abrió camino hasta la portería, él solo. Yo iba corriendo pisándole los talones, prácticamente a su lado, y de vez en cuando estiraba más la pierna derecha, pisando fuerte el césped, como si le fuese a hacer un tackle en cualquier momento. Mi entrenador, en la banda, con la cara roja, gritaba: “¡Eso, eso! ¡Asústalo, que se cague de miedo!”. Fue en esa carrera cuando supe que al terminar el partido me tenía que retirar. No es que no supiese defender: es que no sabía quitarle el balón. Tenía que entrarle, sí, pero ¿y si le hacía falta sin querer?

La idea de mi rival se fuese al suelo por mi culpa me mareaba físicamente. Así seguimos en carrera, él esperando mi entrada y yo amenazándole con pisadas fuertes, como un toro que no termina de arrancar, para que se pusiese nervioso a ver si perdía el balón debido a la angustia de mi presencia amenazador, pero marcó gol y fue a celebrarlo con sus compañeros a un córner mientras mi entrenador, reventado, me gritaba: “¡Pero vete, corre allí a asustarlos! ¡Pisa cerca, que sepan que los vigilamos!”.

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La historia me recuerda vagamente –no sé exactamente por qué– a la de aquel ministro de Franco que estaba cagado de miedo porque había escuchado que lo iban a destituir. Que cualquier día aparecería el motorista con la carta, lo cual era verdad: Franco le había bajado el dedo. Un día, en una recepción con el dictador, este ministro se acercó a él para expresarle su angustia. Franco lo escuchó con cara de gravedad, y le dijo preocupado: “Está claro que vienen a por nosotros”.

Me retiré del fútbol y quince años después, viendo la tele, me enteré de que si le pegas una hostia con el hombro al hombro del rival es “carga legal”, o sea que me pasé la vida tirado en el campo protestando faltas que todo el mundo sabía que no eran, incluidos mis compañeros. Fue cómico. Lo fue porque además yo jugaba infinitamente mejor al tenis, de hecho era el deporte al que entrenaba varias horas al día y con el que viajaba de torneo en torneo, pero me empeñaba en ser futbolista como esos registradores de la propiedad que me esperan tras las presentaciones para pedirme consejos para ser escritores. “¿Pero escritores malditos?”. Yo consejos no doy a nadie sobre nada, pero sí escucho y atiendo porque hay un romanticismo impactante en su decisión: su sueño es escribir un libro como el mío, siendo un tenista notable, era el de ser futbolista sin tener ningún talento, salvo el de la comedia. Y con ello no doy por hecho que ellos ese talento no lo tengan, pero de no tenerlo me parecería más loable ese empeño.

Entre los nuevos propósitos del año nuevo está el de inculcar, por fin (hubo un intento anterior), a hacer algo para lo cual no estoy dotado de talento determinado, como enfrentarse el piano. No hace falta ser un virtuoso (nunca lo seré), pero sí se puede inculcar a enfrentarselo. Del mismo modo que el tenis y el fútbol están llenos de gente que no son necesariamente virtuosos ni estarán nunca en los primeros puestos ATP o serán candidatos a Balón de Oro, pero han aprendido un oficio y lo defienden a muerte con sus pocos recursos, que suelen ser más que los de los talentosos vagos que a los 15 años creen que con el polvillo del ala de mariposa (así definía Hemingway el talento de Fitzgerald) basta. Y nunca basta nada, ni al que tiene todo le basta. El éxito es tan invisible e impredecible como el carisma.

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